Los nostálgicos y los románticos pensamos que recurrir al pasado es el mejor remedio para hacer frente a los males del presente. Viajamos a esa Edad de Oro de la historia o de nuestras vidas y allí nos quedamos, inmóviles, absortos, y por desgracia, a veces también petrificados. Todo fluye a nuestro alrededor y nosotros asistimos impasibles, como el velado del juego de la gallinita ciega, incapaces de darnos cuenta que dentro de ese tiovivo estridente y ensordecedor existe un pequeño remanso de paz a nuestro alcance. Si sólo pudiésemos despegarnos de nuestro pedestal y sacudirnos el polvo del camino, aguzar la vista y despabilar el olfato para apreciar los brillos y aromas del presente…
Por fortuna, lo anterior pertenece a mi pasado, cada vez más lejano, pero aun así a veces no puedo evitar las recaídas, algo que hace tiempo que no celebro. Cuánto tiempo malgastado y, sobre todo, cuántos trenes perdidos. El ayer es fuente inagotable de inspiración, pero sus lecciones se aplican al presente. De no ser así, deviene en un esfuerzo inútil, un ensimismamiento improductivo e incluso corrosivo.
Todo eso y mucho más nos muestra y nos enseña Midnight in Paris, la última película genial de Woody Allen ambientada en París, ese potente y peligroso imán de los nostálgicos de todas clases siempre en pos de esa Edad de Oro perdida y que, por supuesto, nunca fue, aunque eso no suele verse con los ojos propios, sino con los ajenos. Mirada amable y lección final que no les contaré, aunque sí les diré que produce ganas de llorar, pero de alegría, y no al instante, sino poco después. Magistral.
Por la película desfilan, perfectamente caracterizados e interpretados (cuestión aparte es el acento de algunos personajes españoles; los actores deberían haber trabajado los acentos, que a veces chirrían), Picasso, los Fitzgerald y Hemingway (creo que este escribió un libro precisamente sobre sus relaciones con la pareja en París), T. S. Elliot, Gertrude Stein (Kathy Bates), Cocteau, Dalí (Adrien Brody, y encima sale guapo, que ya es difícil), Buñuel, Belmonte, Man Ray, Cole Porter y otros que no recuerdo además de algunos más anteriores que no desvelaré.
La historia, a pesar de las múltiples referencias literarias y artísticas, no es en absoluto pretenciosa ni distante. Al contrario, a partir de los primeros minutos estamos tan inmersos en la aparente no-trama, gracias sobre todo a la naturalidad de los protagonistas, contemporáneos, que poco importa lo que hagan o digan. Uno sólo desea seguir viéndolos como si estuviera fisgoneando la vida de algún vecino excéntrico a través de la ventana. Ese es, para mí, uno de los logros principales de la película y una de las características de Woody Allen que en Midnight in Paris ha logrado ejecutar de forma magistral: la aparente intrascendencia y la frivolidad de unos personajes con mucho dinero -como siempre- y tal vez demasiado tiempo libre que poco a poco se van tornando más y más interesante y que, a medida que pasa la película, van aportando lecciones universales independientemente de la clase, el lugar y la época. Historia dentro de la historia, sueño dentro de un sueño, que diría Poe, narración en espiral al estilo oriental y borjiano fácil de seguir, como siempre en Allen, que no necesita recurrir al sadismo para demostrar su ingenio, tal vez la diferencia entre lo clásico y lo antiguo.
En fin, un alarde cinematográfico y una declaración de principios estéticos y morales perfectamente trenzados. De esas películas que diez minutos después quieres volver a ver. Yo lo haré. Y por cierto, no me parece que París sea más bonito bajo la lluvia. Si acaso unas cuantas nubes, nomás.